Desde hace unos meses para aquí, Karla Sofía Gascón ocupa una gran parte de mis pensamientos. Mi cerebro está bañado por un líquido cefalorraquídeo que lleva su nombre. Mis sueños tararean eso de “El día de la boda, tu familia te daba tanta vergüenza. Que, para no verlos, los pusiste al fondo de la iglesia”. Mi habla también ha sido colonizada por ella – gracias Esty, gracias Junior – y es que, ¡Joder, macho!, Karla Sofia Gascón no deja de rondarme.
Karla Sofía Gascón – que buen nombre, se te llena la boca al decirlo – tiene la audacia de decirle a Madonna que viva la vida y la disfrute. Es capaz de decir públicamente sin titubear que ella “es menos racista que Ghandi y menos de Vox que Echenique”. Solo ella puede volver al hormiguero después de haber hundido a Pablo Motos en su anterior intervención y no temblarle ni un solo milímetro de su cuerpo. Karla Sofía Gascón podrá ser muchas cosas: Una gran actriz para unos, una pésima para otros, una total villana, una heroína sin capa, una starlet de las de antes, un personaje mediático lleno de aristas, un icono camp, un generador de memes sin precedentes… Pero, sobre todo, Karla Sofia Gascón es valiente. Casi-casi inconsciente, pero valiente.
Su valentía desbocada reproduciéndose en bucle en la pantalla agrietada de mi Iphone, se transforma en revelación cuando todo funde a negro. En la pantalla bloqueada de mi teléfono ya no la veo a ella, sino a mí.
Karla Sofía Gascón no le teme a nada, pero yo le temo a la vida.
Me he dado cuenta de que soy un cobarde. Me he dado cuenta de que casi todos nosotros lo somos. Unos miedicas. Unos pusilánimes. Unos gallinas. Todo – todo, todito – nos paraliza hasta el punto de vivir en un estado de disociación y letargo constante que hace que siempre acabemos rumiando los cuatro mismos miedos en nuestras cabezas.
¿Por qué creer que las cosas van a salir mal siempre? ¿Por qué ser una persona negativa y llena de miedos cuando uno puede ser una diva valiente y poderosa y plantase en un photocall cantando a pleno pulmón sin importarle lo que piense el resto? ¿Por qué ponerse siempre en lo peor? ¿Por qué ser tan cobardes?
Porque ser cobarde es de una comodidad suprema. En la habitación de la cobardía se está muy calentito. El colchón es blando y la colcha es de esas que que pesan 5kg y hacen que duermas mejor. La luz se cuela por la persiana con los primeros rayos del sol para inundarlo todo de dorado, pero nunca te da directamente en los ojos porque la cobardía nunca tiene animo de molestar.
No soy junior en esto, tengo ya un perfil senior y varios post virales en el LinkedIn de la cobardía. Se me da muy bien ser un cobarde, tengo 28 años de experiencia en ello.
Creo que todos vivimos con la misma duda. Duda que nunca compartimos por miedo a ser identificado por otros cobardes como iguales. Cuando decidimos no dar un paso adelante en cualquier situación, ¿Estamos diciendo “no” porque realmente lo sentimos así o porque nos da miedo las consecuencias que el “sí “pueda acarrear? ¿Escuchamos a nuestro cuerpo o escuchamos a nuestra cabeza rumiante?
Fruto de nuestra cobardía son todas esas cosas que, aunque hayan sucedido en algún momento en nuestra mente – y por lo tanto tienen algo de reales – nunca han llegado a materializarse offline, fuera de nuestros circuitos neuronales.
Hablo de todos esos besos que no hemos dado por miedo a que la otra persona nos rechace, de los “te quiero” no dichos por si sonaban demasiado cursis o precipitados, de los platos más exóticos de la carta que nunca pedimos porque siempre hay una opción con pollo que sabemos que nos parecerá aceptable, de las fiestas a las que no hemos ido por si no nos gustaba el ambiente, de las canciones que nos recomiendan pero que nunca acabamos escuchando por no ser lo suficientemente parecidas a las que escuchamos todos los días, de las fotos que no nos sacamos por vergüenza, de las fotos que nos sacamos una vez vencida la barrera de la vergüenza pero que no compartimos porque después de esa barrera siempre hay un muro aún más grande, de las playas y piscinas que no hemos visitado en verano porque nuestro cuerpo podría ser visto y por lo tanto acusado, juzgado y condenado. Hablo de las veces que no hemos admitido que nos hemos equivocado por miedo a contradecir nuestros discursos, de las veces que nos hemos callado por si lo que decíamos no era lo correcto, de las citas que hemos cancelado por no sentirnos susceptibles al deseo ajeno, de las amistades que hemos dejado morir por no ser capaz de afrontar el conflicto, de los amores condenados al fracaso por no hablar las cosas a tiempo. Hablo de todas esas cosas que han sucedido primero en nuestras mentes - en nuestras fantasías, en nuestras cávalas, en nuestros cuentitos - y que se han visto condenadas a no materializarse en el siguiente escalón que es el de la vida vivida.
Hace unos meses vi la serie de Los años nuevos. Lo hice justo al salir de una ruptura, como si ver las penurias amorosas de otra pareja sirviese de bálsamo para las mías propias. Para la que no la haya visto narra la relación de una pareja a lo largo de diez años. Su enamoramiento, sus discusiones, sus rupturas, sus reconciliaciones, sus idas y venidas. El personaje de ella es valiente, pero inestable. El de él, cobarde pero leal. Los dos son unos egocéntricos de manual – como lo hemos sido todos en algún punto de nuestras relaciones – y son incapaces de admitir sus propios errores cuando están el uno frente al otro.
Hay una escena de la serie que me gustó especialmente y que hoy, al escribir este ejercicio, me ha vuelto a la memoria. Una escena, que le da sentido a todo esto que rumio y por eso la transcribo:
ÓSCAR: No puedo seguir así, pensando que las cosas van a ir mal y desconfiando de todo el mundo, porque no me está pasando solo con desconocidos… es que me pasa con mi gente.
ANA: ¿Puedo hablar un momento?
ÓSCAR: Ah, claro. Sí. Habla, habla.
ANA: ¿Por qué crees que te pasa?
ÓSCAR: Bueno yo creo que… Para protegerme lo hago yo creo. No sé. De los disgustos, de las… de las decepciones. Y, al final, o sea, si no me ilusiono pues no sufro.
ANA: ¿Y no crees que es un poco al revés?
ÓSCAR: ¿Cómo al reves?
ANA: No, bueno que… Joder, que a veces, por evitar el disgusto, ¿no?, es como que nos anticipamos y vivimos en el disgusto. Y es una putada porque nos perdemos cosas, creo ¿eh? Joder, al final confiar permite ilusionarse y… Joder, la ilusión da fuerza. Te permite que pasen cosas, ¿no?
ÓSCAR: Pero hace un momento decías lo contrario. Que casi nada depende de nosotros.
ANA: A ver, lo que creo que trato de decir es que cuando te ilusionas con algo porque confías es como que te da fuerza, ¿no? Te da como…como ganas. Si anulas la posibilidad siquiera de ilusionarte… Okey, vale, no te pegas la hostia, pero… te pierdes algo, ¿no? No sé.
Como canta Plinio, yo no quiero perro manso, quiero uno que revuelva todos los objetos de los que hago colección.
Quiero ilusionarme. Quiero hacer antes de deshacer. Decir antes de tenerme que callar. No ponerme siempre en lo peor. Pisar, aunque me hunda en la tierra. Quiero equivocarme y sufrir por ello. Por qué al final, si la cobardía te quema por dentro ¿Qué más da sufrir por una cosa que por otra?
Joder macho, me ha quedado un post bien de intenso y yo solo quería ser una potra salvaje como Karla. ¡Coño Aitor, vive la vida y disfruta!
Muak ❤️💋.
Os escribe,
Aitor